A esta plaza venía, montada en mi bicicleta, a bajar las suaves pendientes cubiertas de césped, a mis 7 u 8 años. Vuelvo ahora, por imperio de la pandemia y sus circunstancias, a tomar las clases de gimnasia que ya no se pueden hacer bajo techo. Aunque vivo a la vuelta, creo que casi desde aquellos tiempos no la atravesaba.

Entre flexiones y abdominales me pregunto qué noción tendría, por aquel entonces, de lo que sería mi vida varias décadas adelante. Imagino que a esa altura ciertas nociones escapan a nuestro entendimiento. A nuestra curiosidad, incluso.

¿Cómo se ve el futuro a los 7 años? ¿Qué implica la madurez cuando uno está en segundo o tercer grado, cambia figuritas en los recreos y trata de que la letra sea “redondita, prolijita y parejita”, como pedía la señorita Susana? ¿Qué se concibe por vida adulta? ¿Es acaso algo en lo que se piense? ¿De qué va el mundo a esa altura de la brevísima vida que se lleva acumulada? ¿En qué pensaría yo mientras bajaba a toda velocidad pedaleando sin parar? ¿Y qué pensaría de mí? ¿Cómo se proyecta uno cuando casi acaba de arrancar la primaria? Unos años más tarde, a los 10, a la consabida pregunta de ‘¿Qué querés ser cuando seas grande?’ ya contestaba, con total certeza, “ periodista”. ¿Pero tres años antes?

En su bellísimo libro “Esta historia”, Alessandro Baricco escribe: “En aquella mente chiquilla (…) estaba ya inscrita toda una vida. Qué curioso resulta que la gente sea ya ella misma antes de llegar a serlo”. En esa nena de pelo tan lacio, ojos bien abiertos y curiosos y muchos por qué siempre a flor de labios estaba marcado ya el destino de esta mujer que, tantos años después, de la mano de un hecho tan trivial como fortuito, sale al reencuentro de un retazo de su infancia.