Fue una despedida inesperada. Horrible. No hubo un aviso, de esos que permiten procesar el duelo. Porque aunque sea algo banal, esta pérdida conlleva un duelo también. El domingo, puntuales como nunca con el toque de queda pandémico, bajaron la persiana sin decir nada. Y no abrieron nunca más.

“¿Qué pasa con el chino?”, le pregunté a Moises, el encargado. “Cerraron para siempre, lo van a tirar abajo para construir un edificio”, me contó. Enseguida, esa reja que se desplomó frente a nuestras narices cobró otro sentido. También la imagen de las góndolas semi vacías de los últimos días. Uno pensaba que no había latas de lentejas porque habían aumentado mucho, no porque la idea era no reponerlas.

Y es entonces cuando pienso en que nunca supe cómo se llamaban, ni de dónde eran, a pesar de verlos casi todos los días en los últimos cuatro años de mi vida. ¿Serían de China? ¿De Vietnam? ¿De alguna de las Coreas?

Él nunca habló. Y ella, pegada al celular con lo que para mi sonaba a K-Pop, tampoco era verborrágica. “Débito”, me decía cuando le pedía pagar con el teléfono. “Siempre débito”, le respondía. Fin.

Diferente era con Fernando, el verdulero. Me contaba de sus viajes diarios al Mercado Central de Tres de Febrero, de la palta que subía más que el dólar blue y de cómo cocinar seco de carne un día que compre cilantro de más.

La confianza era tal que hasta me recibía los paquetes de correo cuando yo no estaba en casa.

Nunca me importó que la leche la tuvieran $ 10 más que el súper de la vuelta, como otra veintena de productos. Era mi “chino”, siempre estaba ahí, abierto, frente a casa, para lo que sea. Todos tenemos uno así. Y quería decirles chau.