No recuerdo qué escuchaba de bebé, pero los discos de pasta no mienten: Margarito Tereré marcó el ritmo de mis primeros años. De niño, en mi cabeza sonaba la música de los dibujitos: Halcones Galácticos, Thundercats, alguna canción de Frutillita, Los Pitufos, y Mazinger Z, mi primer casete.

Años más tarde, ya con walkman, una lista ecléctica: Jazzy Mel, Soda, Pericos y “Los Simpson”. ¿Quién no desafinó con Bart cantando en inglés?

Cómo olvidar cuando abrió una disquería a pasos de la primaria. Mamá nos llevó a comprar CDs, que eran lo último en música última. Clac, clac, clac… pocos sonidos tan únicos y plásticos como el de ojear compacts ahí. Con mi hermano, elegimos por la tapa: uno de Iron Maiden, que no nos gustó, y otro de Queen, A Kind of Magic, que nos fascinó.

La música marca la vida. Si pienso en mi mamá, escucho a Leonardo Favio. A Papá lo asocio al tema Mi viejo, de Piero, que un día le puse a todo volumen tocando algún recuerdo del abuelo Emilio. Mi hermano mellizo, que sí sabe de esto, es sinónimo de Oasis, con algo Kean, Coldplay y un poco de Fito.

Y no hay vez que escuche a Pedro Aznar sin lagrimear al pensar en mi esposa vestida de blanco el día que nos casamos. Ella es Charly, es Los Piojos, es Pearl Jam y Pink Floyd. Ahora se le dio por Nicky Nicole. La DJ de mis días.

La música es lugares. Las vacaciones en Las Grutas me llevan a Molotov sonando sin parar: Dónde jugarán las niñas y Dance and dense denso. Luis Miguel, Montaner y Ricky Martin, al karaoke con amigos periodistas. Sabina, a las tardes escuchando en radio a Adolfo Castelo. Y El Regreso de Calamaro es una rapsodia bohemia con los chicos en Río Grande, de madrugada en algún auto.

Una playlist, una vida.