¿Duele más dejar o ser dejado? La pregunta rebotó el otro día en una sobremesa de amigas. Cuando quisiste mucho y se termina, tomar la decisión, cargar con ese peso, te devasta, contestó una. Otra recordó el final de “Un hombre enamorado”, la larguísima novela del noruego Karl Ove Knausgård, quien acaba preguntándose cómo se puede echar a perder la vida peleando por quién tiene que lavar los platos o hacer las compras. Desde la cabecera, la más callada, apenas aportó una imagen al debate: la de los perros vagabundos que caminan con la vista clavada en el piso con la seguridad de dirigirse hacia algún lado. Para ella, las caras de resignación e indiferencia de las personas que caminan así, como esos perros, guardan el secreto del desamor. “Tomar la decisión de barrer esa tristeza del fondo del ánimo es solo para valientes”, aseveró.

Se refería a la pregunta original que había dado origen a la charla y que derivó en la cotidianidad personal de cada una. Porque de lo que en realidad se estaba hablando era de los amigos que dejaban el país para empezar de cero en otra casa, otro mundo. De los que no quieren “remarla” más. De los desencantados. De los que sienten que bajo este techo ya es violento vivir. “Los argentinos no se van, los echan”, dijo hace unos días el psiquiatra José Abadi. De eso justamente se reflexionaba en la mesa. De los que viven al borde del país, a la intemperie, con un sentimiento profundo de abandono, angustia, soledad. De los que buscan un amparo, contención, algo en que creer. Otro amor donde alojarse. Porque la Patria, como los matrimonios, también es la vida cotidiana.