Martes. 14 horas. Calienta su comida en el microondas. Gira la perilla sin mirar cuántos minutos puso. Escucha el timbre, agarra su táper y vuelve a su computadora. Deja de lado la pantalla, las noticias, las métricas y la home por un instante, y corta uno de los cinco malfattis de verdura que tiene. Ni siquiera sopla para ver si está caliente. Lo engulle y siente fuego. Se quema.

Algo le arde en el pecho. Es un misil. Le cuesta respirar. No tiene agua en su botella. Se levanta rápido y siente un mareo. Da cinco pasos y todo se apaga.

En la redacción se escucha la caída. “Payito, Payito… ¡Médico! ¡Urgente!”, grita Ale, la primera que lo ve tirado en el piso inconsciente, y corre a buscar al médico. No hay “último momento” que valga. Todo el tercer piso atiende la urgencia. Algunos temen lo peor.

De repente, ese panorama negro cambia. Abre los ojos y ve a Héctor, a Luis de PyMes, escucha la voz de Nacho. “¿Estás bien?”, le preguntan. “Sí, comí algo que me quemó”, responde avergonzado. Mikkel le muestra cómo movía los ojos cuando se le apagó la tele. “No se vio, desapareciste en un ruido”, le dice el Pampa, otro que salió disparado a buscar ayuda.

Lo sacan en silla de ruedas del tercer piso y el doctor del diario lo manda al Otamendi. Favio lo acompaña y le cuenta anécdotas de cuando llegó de Uruguay de pibe. Análisis clínicos, electrocardiograma, sangre, ecocardiograma de corazón y resonancia magnética de la cabeza.

Dos horas después, el diagnóstico es un síncope vasovagal. Es decir, su sistema operativo se reinició ante esa albóndiga de espinaca y ricota a demasiada temperatura.

Un susto que será anécdota. Sobre los peligros de calentar un malfatti. Una contratapa más.